Símbolos, por Antonio Alcaraz

La identidad de un pueblo la definen detalles que quizás por separado no se valoran, pero que si un día desaparecieran uno sentiría que le han robado gran parte de su vida. Circula por internet un vídeo que recoge algunas de esas “castelloneries”. Peregrinar en romería cada tercer domingo de cuaresma. La cinta verde atada en la maleta. La coca de tomate y un buen carajillo cremaet. O unas “pilotes de frare”. La vista de las Columbretes desde el Desierto de las Palmas. Y la más increíble, que una camiseta albinegra te haga sufrir y a veces (ya muy pocas) disfrutar, aunque el fútbol no sea una de tus aficiones. En el caso del C.D. Castellón su desgracia no es un problema de desamor. Su himno se oye en teléfonos móviles, collas, presentaciones de gayatas, barras de bar, colegios o empresas. Cuántos cafés de lunes empiezan con eso de “Que farem en el Castelló?”. Sus fieles cada vez más diezmados siguen acudiendo a Castalia como almas en pena, siempre con la secreta esperanza de la resurrección, a ver el espectáculo dantesco de que cualquier equipo de regional nos toque la cara. Y el poder político, ese que independientemente de su color prometía enormes estadios a la altura de la ciudad y la historia del club, se inhibe teatralmente del drama como si la crisis económica justificara también la falta de liderazgo, de ideas, de memoria. 

Aquí en Castellón somos un poco así. Podemos tener un aeropuerto sin aviones, un TRAM sin tranvía o una de Ciudad de las lenguas que no habla. Pero si se habla de cómo salvar un símbolo histórico del deporte señera de la ciudad y la provincia, nuestros políticos se ponen serios y con el semblante grave de los funerales anuncian que “no estamos para tirar ni el tiempo ni el dinero”. Extraño gesto cuando en el resto de la Comunitat los políticos sí que han estado y están por ambas cosas cuando se habla de sus equipos de fútbol. De los casi cuatrocientos millones de euros desembolsados en la última década por la Generalitat para otros clubes de la comunitat, al C. D. Castellón solo le llegaron poco más de quinientos mil euros. 

Cuando los presuntos saqueadores del club albinegro llegaron lo hicieron bajo la aprobación del poder político, que vetó otras opciones menos afines con el silencio cómplice de muchos otros. En los años de la burbuja las subvenciones públicas locales fluían como nunca antes, sin que ello haya ocasionado un compromiso de saber cómo se empleaba realmente todo ese dinero. Cuando la deriva ya era evidente se sucedieron las fotos, las firmas, los gestos. Tan rotundos como inocuos. “Los echaremos a patadas” espetó con gran estruendo mediático el entonces alcalde. Tres años después a los que han echado es a los de Canalnou en lugar de a los de Castellnou. Dramático error ortográfico o quizás simplemente muestra de la terrible confusión en que vivimos. 

Al final, a través del silencio más que de las palabras, políticos de todos los colores nos sugieren que lo mejor es dejar morir el club y luego ya veremos. Que el dinero manda y no hay lugar para el sentimiento. Que esto es una SAD y los políticos no deben meterse (¿ahora ya no?). Supongo que una vez muertos y despojados de símbolos luego nos dirían que para qué refundar un club en regional, que va a heredar todas las deudas del difunto, cuando hay futbol de primera a 8 kilómetros. Y abierta la veda, así con todo. Para qué gastar dinero en gayatas pudiendo quemar las viejas a modo de falla. Para qué hacer coca de tomate si puedes tomar buñuelos. Para qué necesitamos universidad aquí estando Valencia tan cerca. Preservar todos esos símbolos, tan entrañables como débiles a ojos mercantilistas, debería ser la obligación de los que los consideramos parte irrenunciable de nuestra esencia. Es momento de decisiones, de carácter, de soluciones imaginativas, de reunir bajo una idea común a los ahora dispersos y desencantados. De “Els diners i collons, per a les ocasions”. Si lo primero ahora es escaso, que por lo menos no falte de lo segundo.